Fue jueves y yo decidí no volver a la universidad. Se sabía que la pandemia ya nos llegó y preferí atrincherarme en mi casa con mi familia, mientras las instituciones decidían si era lo más idóneo cerrar las puertas físicas e intentar con el trabajo desde casa.
Son ocho meses y aún no nos acostumbramos bien al trabajo y estudio desde casa, espacios que hace más de tres o cuatro décadas no están diseñados para labores de concentración, en los casos de quienes somos clase media: un área para cocina, sala, comedor, con suerte dos baños y cuartos para dormitorio donde no caben más que la cama y una mesa.
Los cuartos de estudio son para otros niveles de acceso económico, donde esos cuartos estaban destinados a no hacer nada, a estar cerrados, porque siempre la oficina o el despacho del padre o la madre era un sitio sagrado, un cuarto de juguetes para grandes.
Hoy el diseño de casas y departamentos para residencia debe incluir, como normativa, un cuarto para estudio, donde existan las conexiones básicas para los dispositivos que requerimos, pues hasta hace poco, solo los jugadores en línea tenían en cuenta sus comodidades; ahora todos necesitamos de conectividad adecuada.
Con cada fin de periodo escolar, hacemos una nueva experimentación para acomodarnos y no interferirnos cuando estamos todos conectados a las videoconferencias y cuando el servicio de Internet se va, un solo grito de queja, lamento y ansiedad se escucha.
Hemos cambiado mucho en estos ocho meses y sería una tontería volver a hacer lo mismo. Las empresas de servicios de internet son ahora tan vitales como la empresa de energía y la de agua potable, pero aún seguimos con normativas y reglamentaciones que no dan cuenta de los cambios.
Internet es ya un servicio básico y la conectividad un derecho que debe ser vigilado por el propio Estado. Si trabajamos desde casa, la empresa o institución debe y tiene que proveernos del servicio y del equipo.
¿Cuánto hemos cambiado? ¿Queremos volver a lo mismo?