El Estado no es usted

Daniel Márquez Soares

A lo largo de las últimas semanas, mientras las autoridades gubernamentales y algunas figuras de oposición buscan la manera de sacar a flote a las arcas fiscales, ha llamado la atención la inconsciente confusión de términos que se observa en la discusión. Parecería ser que en nuestra psique, consideramos que “Estado ecuatoriano”, “Ecuador” y “ecuatorianos” son sinónimos, conceptos perfectamente intercambiables.

Nos referimos al desastre de las cuentas gubernamentales como “la economía del país”; cuando hablamos del dinero necesario para cubrir el presupuesto del Estado afirmamos que “Ecuador necesita”; al oir sobre el déficit fiscal y la falta de opciones decimos “estamos fregados”.

¿En qué momento abrazamos esa mentalidad, mitad espartana y mitad estalinista, de completa identificación con el Estado? ¿Desde cuándo hemos fusionado nuestros intereses y nuestro bienestar con el Estado y su situación? Vale recordar que el destino y la situación de las personas no necesariamente está ligado al del Estado que las representa. Un país y un pueblo pueden ser prósperos y, sin embargo, tener un Estado quebrado.

La gente puede ser productiva y creativa, habitar un territorio dinámico y generoso y estar gobernada por un Estado perezoso y retardatario. Al Estado le conviene adoctrinar a sus ciudadanos hasta el punto en que estos entrelacen su identidad por completo con la suya. Al convencer a los ciudadanos de que no pueden sobrevivir sin el Estado y que todas sus desventuras son también suyas, se asegura su eterno sometimiento.

Más allá de lo que diga la doctrina jurídica creada a posteriori para justificar su dominio, en nuestro medio el Estado jamás ha sido la encarnación ni la representación de los ecuatorianos, sino una mezcla de botín que las oligarquías saquean por turnos con un mecanismo de sustracción legal para que sectores parasitarios sobrevivan en épocas de vacas flacas. La senilidad y obsolescencia del Estado no implican el declive de los ecuatorianos; si este resulta inutil, estos encontraran algo que lo reemplace. Al contrario de lo que reza el adoctrinamiento patriotero, es el Estado el que necesita a la gente.

[email protected]

Daniel Márquez Soares

A lo largo de las últimas semanas, mientras las autoridades gubernamentales y algunas figuras de oposición buscan la manera de sacar a flote a las arcas fiscales, ha llamado la atención la inconsciente confusión de términos que se observa en la discusión. Parecería ser que en nuestra psique, consideramos que “Estado ecuatoriano”, “Ecuador” y “ecuatorianos” son sinónimos, conceptos perfectamente intercambiables.

Nos referimos al desastre de las cuentas gubernamentales como “la economía del país”; cuando hablamos del dinero necesario para cubrir el presupuesto del Estado afirmamos que “Ecuador necesita”; al oir sobre el déficit fiscal y la falta de opciones decimos “estamos fregados”.

¿En qué momento abrazamos esa mentalidad, mitad espartana y mitad estalinista, de completa identificación con el Estado? ¿Desde cuándo hemos fusionado nuestros intereses y nuestro bienestar con el Estado y su situación? Vale recordar que el destino y la situación de las personas no necesariamente está ligado al del Estado que las representa. Un país y un pueblo pueden ser prósperos y, sin embargo, tener un Estado quebrado.

La gente puede ser productiva y creativa, habitar un territorio dinámico y generoso y estar gobernada por un Estado perezoso y retardatario. Al Estado le conviene adoctrinar a sus ciudadanos hasta el punto en que estos entrelacen su identidad por completo con la suya. Al convencer a los ciudadanos de que no pueden sobrevivir sin el Estado y que todas sus desventuras son también suyas, se asegura su eterno sometimiento.

Más allá de lo que diga la doctrina jurídica creada a posteriori para justificar su dominio, en nuestro medio el Estado jamás ha sido la encarnación ni la representación de los ecuatorianos, sino una mezcla de botín que las oligarquías saquean por turnos con un mecanismo de sustracción legal para que sectores parasitarios sobrevivan en épocas de vacas flacas. La senilidad y obsolescencia del Estado no implican el declive de los ecuatorianos; si este resulta inutil, estos encontraran algo que lo reemplace. Al contrario de lo que reza el adoctrinamiento patriotero, es el Estado el que necesita a la gente.

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Daniel Márquez Soares

A lo largo de las últimas semanas, mientras las autoridades gubernamentales y algunas figuras de oposición buscan la manera de sacar a flote a las arcas fiscales, ha llamado la atención la inconsciente confusión de términos que se observa en la discusión. Parecería ser que en nuestra psique, consideramos que “Estado ecuatoriano”, “Ecuador” y “ecuatorianos” son sinónimos, conceptos perfectamente intercambiables.

Nos referimos al desastre de las cuentas gubernamentales como “la economía del país”; cuando hablamos del dinero necesario para cubrir el presupuesto del Estado afirmamos que “Ecuador necesita”; al oir sobre el déficit fiscal y la falta de opciones decimos “estamos fregados”.

¿En qué momento abrazamos esa mentalidad, mitad espartana y mitad estalinista, de completa identificación con el Estado? ¿Desde cuándo hemos fusionado nuestros intereses y nuestro bienestar con el Estado y su situación? Vale recordar que el destino y la situación de las personas no necesariamente está ligado al del Estado que las representa. Un país y un pueblo pueden ser prósperos y, sin embargo, tener un Estado quebrado.

La gente puede ser productiva y creativa, habitar un territorio dinámico y generoso y estar gobernada por un Estado perezoso y retardatario. Al Estado le conviene adoctrinar a sus ciudadanos hasta el punto en que estos entrelacen su identidad por completo con la suya. Al convencer a los ciudadanos de que no pueden sobrevivir sin el Estado y que todas sus desventuras son también suyas, se asegura su eterno sometimiento.

Más allá de lo que diga la doctrina jurídica creada a posteriori para justificar su dominio, en nuestro medio el Estado jamás ha sido la encarnación ni la representación de los ecuatorianos, sino una mezcla de botín que las oligarquías saquean por turnos con un mecanismo de sustracción legal para que sectores parasitarios sobrevivan en épocas de vacas flacas. La senilidad y obsolescencia del Estado no implican el declive de los ecuatorianos; si este resulta inutil, estos encontraran algo que lo reemplace. Al contrario de lo que reza el adoctrinamiento patriotero, es el Estado el que necesita a la gente.

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Daniel Márquez Soares

A lo largo de las últimas semanas, mientras las autoridades gubernamentales y algunas figuras de oposición buscan la manera de sacar a flote a las arcas fiscales, ha llamado la atención la inconsciente confusión de términos que se observa en la discusión. Parecería ser que en nuestra psique, consideramos que “Estado ecuatoriano”, “Ecuador” y “ecuatorianos” son sinónimos, conceptos perfectamente intercambiables.

Nos referimos al desastre de las cuentas gubernamentales como “la economía del país”; cuando hablamos del dinero necesario para cubrir el presupuesto del Estado afirmamos que “Ecuador necesita”; al oir sobre el déficit fiscal y la falta de opciones decimos “estamos fregados”.

¿En qué momento abrazamos esa mentalidad, mitad espartana y mitad estalinista, de completa identificación con el Estado? ¿Desde cuándo hemos fusionado nuestros intereses y nuestro bienestar con el Estado y su situación? Vale recordar que el destino y la situación de las personas no necesariamente está ligado al del Estado que las representa. Un país y un pueblo pueden ser prósperos y, sin embargo, tener un Estado quebrado.

La gente puede ser productiva y creativa, habitar un territorio dinámico y generoso y estar gobernada por un Estado perezoso y retardatario. Al Estado le conviene adoctrinar a sus ciudadanos hasta el punto en que estos entrelacen su identidad por completo con la suya. Al convencer a los ciudadanos de que no pueden sobrevivir sin el Estado y que todas sus desventuras son también suyas, se asegura su eterno sometimiento.

Más allá de lo que diga la doctrina jurídica creada a posteriori para justificar su dominio, en nuestro medio el Estado jamás ha sido la encarnación ni la representación de los ecuatorianos, sino una mezcla de botín que las oligarquías saquean por turnos con un mecanismo de sustracción legal para que sectores parasitarios sobrevivan en épocas de vacas flacas. La senilidad y obsolescencia del Estado no implican el declive de los ecuatorianos; si este resulta inutil, estos encontraran algo que lo reemplace. Al contrario de lo que reza el adoctrinamiento patriotero, es el Estado el que necesita a la gente.

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